Hace unos días, mientras revisaba un libro de Filosofía, encontré un artículo de Mendoza Diez en el que expone su planteamiento sobre la relacion Hombre-Naturaleza, siento una gran filiación con el mismo, pues considero que Hombre y Naturaleza no se ubican en las antípodas y que esta dicotomía, establecida por criterior dogmáticos, tradicionalmente aceptada, debe ser revisada y replanteada. En este sentido, me pareció pertinente publicarlo, pues además es parte de la temática medular del blog.
En este capítulo abordaremos un tópico que la filosofía idealista ha considerado siempre como uno de sus inexpugnables bastiones. Nos referimos al abismo que se pretende establecer entre el hombre y la naturaleza, mediante el consabido argumento de que ésta es el reino de lo inerte, mientras aquél lo es de la inteligencia y de la teología. Hemos visto ya que en el dominio de la clasificación de los conocimientos es muy acusada la tendencia a simplificarlos mediante la utilización de criterios dicotómicos y polares. La elección de este tipo de criterios tiene su origen en la epistemología dudosa y en una ontología más dudosa aún, por más que para la mayoría de las gentes, no perturbadas por el rigor metodológico, el más sólido fundamento para adoptar el criterio de polaridad esté dado por la pura observación empírica que nos “convence” que una cosa es la naturaleza y otra muy distinta la sociedad, el hombre. De este modo, cualquier intento que se propusiese refutar la adopción de criterios dicotómicos estaría condenado de antemano al fracaso, y sin embargo algunas pocas consideraciones bastarían para probar que tales criterios no son los más adecuados.
En primer lugar, no es la pura observación empírica la que por sí justifica antagonizar naturaleza y sociedad, naturaleza y hombre (*). Es más bien la dirección que la filosofía idealista institucionalizada ha impreso a nuestras facultades observacionales, la responsable de dicha oposición. En otras palabras, es una cierta ideología la que deforma tanto a la observación como a los objetos observados. Librada a la espontaneidad ontológica, la observación humana jamás levantaría una muralla entre la naturaleza y el hombre. Es la represión societaria de las cualidades ontológicas del hombre lo que tiende a justificar esta gnoseología de la muralla. Cuanto más libre se experimenta el hombre, más ligado se siente a la naturaleza. Este romanticismo no lo inventó Rousseau.
En segundo lugar, podemos señalar la existencia de un grupo más o menos numeroso que, desde los comienzos de los tiempos históricos, nunca ha considerado al hombre y a la naturaleza como elementos contrarios u opuestos. Nos referimos a los artistas que hacen extensiva a la naturaleza la misma ternura con que empapan las relaciones humanas. Es un solo canto el que envuelve al hombre y la naturaleza. Ambos son unificados y conjugados en una misma imagen estética, dentro de la cual la naturaleza - sus diversos fenómenos y aspectos – es un manantial infinito de metáforas ejemplarizadoras y paradigmáticas. Con el capitalismo una nueva dimensión del amor a la naturaleza.
(*) Quizás no esté demás señalar que nunca hablaríamos de “explotación de la naturaleza” si es que tampoco existiese la explotación del hombre. Aquella no es otra cosa que una extensión antropomórfica de esta última. En la época del salvajismo que desconoció las clases y la explotación del hombre, nunca se percibió en la naturaleza un objeto que debía ser explotado. La recolecta vegetal y animal que se practicaba excluía la explotación del hombre por el hombre.
Ha aparecido entre los poetas y artistas en general, la protesta por la devastación y contaminación de que es objeto, así como la denuncia del afeamiento que la industria ha introducido en el paisaje, sin contar con el rechazo de un sistema que aleja cada vez al hombre de la naturaleza (*).
En tercer lugar, finamente hay que mencionar la conducta del hombre primitivo. Si hemos de dar crédito a los estudiosos, el hombre pre-civilizado no se experimenta como un ser que se “enfrenta” a la naturaleza, sino más bien, como afirma Dorothy D. Lee “El hombre está ya en la naturaleza y no podemos hablar con propiedad de hombres y naturaleza”. Refiriéndose a la tribu de los hopo, agrega esta misma autora que “al trabajar en la tierra, no se ponen a sí mismos en oposición a ella. Trabajan con los elementos, no contra ellos…Están en armonía con los elementos, no en conflicto, y no se lanzan a conquistar a un opositor. Dependen del maíz, pero esto es parte de una mutua interdependencia; no es explotación” . el hombre primordial inventó el romanticismo y desde entonces no se ha perdido. Por encima de todos los empirismos, positivismos, pragmatismos y cientificismos, afloran siempre la actitud, el gesto y el sentimiento románticos para devolver a la vida la ternura que un sistema inhumano se ha especializado e negar.
Examinemos ahora las principales clasificaciones del conocimiento formuladas con sujeción al criterio de la polaridad, a fin de apreciar el escaso fundamento que les asiste. Tenemos el siguiente cuadro:
Naturaleza e Historia Ciencias Naturales y Ciencias Históricas
Naturaleza y Cultura Ciencias Naturales y Ciencias Culturales
Naturaleza y Espíritu Ciencias Naturales y Ciencias del espíritu
Naturaleza y sociedad Ciencias Naturales y Ciencias Sociales
Naturaleza y Hombre Ciencias y Humanidades o también:
Ciencias Naturales y Ciencias Humanas o
Ciencias Naturales y Ciencias Antropológicas
(*) El conocido novelista Aldous Huxley escribe: “ Para el ecólogo, la inhumanidad del hombre para con la naturaleza merece una condena casi tan severa como la inhumanidad del hombre para con el hombre”. Y agrega: “ No sólo es profundamente cruel y profundamente estúpido tratar a los animales como si fueran cosas, es también cruel y estúpido tratar a las cosas como si fueran meras cosas”. (Literatura y ciencia, ed. Sudamérica, Bs. As., 1964).
Exigencias perentorias del quehacer científico y teórico, las siete parejas de disciplinas polares que anteceden son intercambiables, equivalentes, sinónimas: pero en sentido estricto no lo son porque, dejando de lado las ciencias naturales para reparar solamente en el otro elemento dicotómico, observamos que la historia no es sinónimo de cultura (el primitivo vivía en la prehistoria, pero tenía ya cultura), ni tampoco la historia equivale a humanidades (en realidad, hasta podrían considerarse como antitéticas si tenemos en cuenta que estas últimas atañen a lo específicamente humano que se hace valer frente al cambio que es la sustancia de la historia). Tampoco la cultura equivale a la sociedad porque el hombre primitivo, que ya tenía cultura como hemos dicho, no vivía en sociedad, sino en comunidad.
La dicotomía naturaleza y espíritu es otra muestra de la inconsecuencia en el estudio de las relaciones del hombre con su medio, pero que felizmente ha sido ya abandonada. No hay que olvidar que fue Dilthey, quien contrapuso naturaleza y espíritu haciéndose posible de una máxima de Wilde. Del mismo modo, las ciencias sociales tampoco son idénticas a las ciencias humanas, esto porque lo humano y lo social son términos claramente antagónicos, en el sentido de que uno florece en la tumba del otro, y a la inversa. Esto se torna patente en una serie de realidades. Así, por ejemplo, decimos que la propiedad debe usarse en armonía con el interés social, por esto que postulamos que la propiedad tiene una función social. En estos casos, nunca se nos ocurre decir que la propiedad tiene una función humana. De alguna manera percibimos que la propiedad jamás puede armonizarse con lo humano. ¿Quién ha escrito o hablado sobre la función humana de la propiedad? Nadie, porque ésta se basa en la explotación y, naturalmente, la explotación no tiene nada de humano. Esto es claro de por si. En otro contexto, comprobamos también esa diferencia, este antagonismo entre lo humano y lo social; podemos pedir a alguien que haga algo por “humanidad”, pero nunca le pedimos que lo haga por “socializad”. A parte de esto, la misma expresión ciencias humanas es sumamente impropia y falsa desde el punto ontológico, como veremos a continuación:
La dicotomía Ciencias-Humanidades es altamente significativa porque las primeras exigen la cosificación de sus objetos de estudio, no así las segundas que por referirse al hombre recursan cualquier manipulación cosificante. Si hablamos de ciencias humanas incurrimos consciente o inconscientemente, en esa manipulación cosificante, realmente no hay escape a este respecto: si el Hombre es un objeto de estudio en lo que tiene de verdaderamente humano, la afirmación es hasta insolente. Lo predecible en el hombre, lo cosificante en él, lo que permite asimilarlo a un objeto, con el conjunto de conductas de tipo societario, más no las de tipo comunitario. Aquéllas son cuantitativas, éstas son cualitativas. De ahí el énfasis que los científicos sociales ponen en la mensurabilidad matemática de los fenómenos que estudian. Su éxito estaría descontado si el hombre se condujese siempre como un ente social (nacer, educarse, labrarse una posición, casarse, tener hijos, envejecer, morir como Dios manda). El mérito indiscutible de Marx estuvo precisamente en no haberse quedado en la epidermis del tejido social, sino en haber calado, profundizado esta epidermis hasta llegar a la médula humana, aquella que no puede predecirse matemáticamente porque cuando menos se piensa emerge viril, juguetona apasionada y mágica, burlándose de todas las fuerzas represivas y de todos los cuantitavismos. Repetimos: las únicas conductas predecibles matemáticamente son las que se ajustan servilmente a los valores societarios.
El primer sociólogo que demandó la cosificación metodológica de los hechos sociales fue Emilio Durkheim. Nadie, ni antes ni después, expresó con más vigor esta exigencia. “La primera regla y la más fundamental, decía, es considerar los hechos sociales como cosas”. Cierto que el fundador de la Sociología Positiva francesa -y Augusto comte no puede ser considerado en realidad como tal - no fue tan lejos como otros que le siguieron, puesto que reconoció que los hechos sociales, por flexibles y maleables que fuesen, no eran sin embargo modificables a voluntad. En cambio Ortega y Gasset, cuarenta años más tarde, no vaciló en disparar esa frase temible: “El hombre es una entidad infinitamente plástica de la que se puede hacer lo que se quiera”. Lo que en Durkheim fue una cosificación metodológica, en el versátil Ortega se habría de convertir en una cosificación ontológica.
El problema radica ciertamente en investigar si estas dos cosificaciones deben considerarse independientes o si, por el contrario, la cosificación metodológica constituye el reflejo obligatorio de la cosificación ontológica. A nuestro juicio, la verdad se halla en esta segunda hipótesis, y no sólo por razones cronológicas sino por razones que pertenecen a la evolución misma del sistema capitalista.
Por A. Mendoza Diez